En las
páginas de la Sagrada Escritura hallamos las enseñanzas necesarias para
comprender el misterio del ser humano. Creado a imagen de Dios, por la
gracia de su Creador puede elevarse a alturas admirables de rectitud y
bondad. Pero asimismo la Biblia nos muestra con profusión de ejemplos
los abismos de maldad en que puede caer cegado por su egoísmo y sus
instintos más bajos. Su vida parece una alternancia dramática entre el
bien y el mal; en algunos casos, una simple rendición a tendencias
degradantes. Bajo los condicionamientos de esta realidad, el amor a
menudo también sufre desfiguración y deterioro, con lo que infinidad de
veces se convierte en la causa más frecuente de infelicidad.
Pero
el mensaje bíblico es un mensaje de esperanza para las personas que
viven piadosamente, anhelantes de una vida conformada por los principios
éticos de la Palabra de Dios. Es en esta Palabra donde hallamos las
instrucciones más sabias sobre el amor.
El amor tiene su origen en Dios. La primera carta de Juan nos ha dejado la mejor definición que de él tenemos: «Dios es amor» (1 Jn. 4:8).
El amor no es un simple atributo; es la esencia de la divinidad. En
este hecho radica la inspiración y la fuerza para que los humanos
también podamos vivir adecuadamente la experiencia del amor en todos sus
planos (amistad, filantropía, matrimonio, relaciones paternofiliales,
comunión cristiana entre los creyentes, etc.).
El
amor de Dios no es una abstracción de difícil descripción. Es bien
visible en la obra redentora que ha llevado a cabo por medio de su Hijo
Jesucristo: «Dios nos amó y envió a su Hijo en propiciación por nuestros
pecados» (1 Jn. 4:10, 1 Jn. 4:14).
Ese amor maravilloso es la fuente de inspiración para que el cristiano
también se distinga por sentimientos, palabras y actos que lo reflejen a
ojos del mundo.
La esfera de nuestro amor. Primordialmente hemos de amar a Dios. Razones no nos faltan. «Nosotros le amamos a él porque él nos amó primero» (1 Jn. 4:19).
Ese amor no debería ser nunca un amor tibio, débil, sino «con toda
nuestra mente, todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas» (Mr. 12:30).
De nuestro amor a Dios ha de brotar el amor a nuestros semejantes: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mr. 12:31; 1 Jn. 4:11-12, 1 Jn. 4:20-21). En especial, debe ser distintivo de la relación entre los hermanos en Cristo. Así corresponde a los discípulos de Jesús (Jn. 15:9-12).
Ese amor no se expresa solamente con palabras. Deben hablar también los
hechos en todos los planos: moral, espiritual e incluso físico o
material (Stg. 2:14-16).
El
amor entre los miembros de la Iglesia es un testimonio eficaz de la fe.
En la Iglesia primitiva, los paganos, asombrados por esa fraternidad,
decían: «Mirad cómo se aman». Fue en el contexto de una iglesia
cristiana que Pablo escribió la más maravillosa oda al amor, insuperada
hasta el presente. El apóstol ve en la agape cristiana el más
admirable de los dones, la más sublime de las virtudes, el «camino más
excelente» para vivir santamente en el seno de la comunidad cristiana (1 Co. 12:31). He aquí algunas frases entresacadas de 1 Co. 13:
«El amor es paciente, servicial; no tiene envidia; no es jactancioso...
no se goza de la injusticia, sino que se goza de la verdad. Todo lo
sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta...» (1 Co. 13:4-7).
¿Hay algo más maravilloso? Con razón Agustín de Hipona decía: «Ama y
haz lo que quieras». ¿Simple paradoja? No, pues donde reina el amor,
todo lo que la voluntad decide es bueno. El mismo Agustín explica la
paradoja al añadir: «Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás
con amor; si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con
amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor
serán tus frutos.»
La perennidad del amor. Característica del amor auténtico es su duración; «nunca deja de ser» (1 Co. 13:8).
La mayoría de amores humanos son tan pasajeros como la pasión.
Comparables al fuego que abrasa la hierba seca y se extingue, pronto se
desvanecen. Emmanuel Kant ilustraba con gran objetividad la indignidad
de ese tipo de amor: «Alcestes dice: "Amo a mi mujer porque es bella,
cariñosa y discreta". ¡Cómo! ¿Y si, desfigurada por la enfermedad,
agriada por la vejez y pasado el primer encanto dejase de parecerle tan
amable? Cuando el fundamento ha desaparecido, ¿qué puede resultar de la
inclinación? En cambio el benévolo y sesudo Adrasto pensaba así: «Tengo
que tratar a esta persona con amor y respeto porque es mi mujer.»
El amor, distintivo del discipulado cristiano.
Poco más queda aquí por decir sobre el tema; pero hay algo que
debiéramos recordar y poner en práctica siempre, lo dicho por el Señor
Jesús a sus discípulos: «Este es mi mandamiento: "que os améis unos a
otros como yo os he amado".» (Jn. 15:12). Sólo así se cumplirá su deseo: «Que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo» (Jn. 15:11).
¡Amor!
Importante, pero difícil. Difícil, pero no imposible si al sentimiento
se une la obediencia a Cristo («Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor» - Jn. 15:10).
A modo de conclusión, recordemos el testimonio del apóstol Pablo: «El amor de Cristo gobierna nuestras vidas» (2 Co. 5:14 DHH). ¿Podemos decir lo mismo nosotros?