"Trayendo
a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habitó primero en
tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti
también" (2 Timoteo 1:5).
Léase 2a Timoteo 1.
En
la familia de Timoteo reinaba la tradición cristiana. Conocemos
nombres en tres generaciones. Detrás de Timoteo hay Eunice, y detrás de
ésta, Loida. Los tres manifiestan una «fe no fingida», que ha pasado de
uno a otro. La fe no es impartida por los padres sino que procede de
Dios. Pero Dios se complace en permitir que su bendición se acreciente
en las sucesivas generaciones, imprimiendo el valor de lo que permanece y
el conocimiento de ser llamado, dentro de la familia, para glorificar
el nombre del Señor.
Ni
Loida ni Eunice podían haberse imaginado que Timoteo iba a ser llamado
a un lugar de tanta prominencia en la Iglesia de Cristo. A Pablo esta
especie de nobilidad espiritual, que va de una generación a otra, como
israelita, le parece especialmente hermosa. Se goza al contemplarla.
Pero nos habla de ello por algo más: quiere llamar nuestra atención a
lo realizado por la madre, la forma en que Dios la usó, a ella y a
Loida, para inspirar la fe ferviente y real en Timoteo.
Pablo viene a decirnos que el hecho que Timoteo fuera criado bajo la
influencia de la gracia es motivo en sí para dar gracias a Dios. La
salvación puede tener lugar a cualquier edad, incluso a edad muy
avanzada, pero el llegar lejos en el conocimiento de Dios suele ser más
seguro cuando el niño ha sido criado dentro de las Escrituras. El
corazón, espíritu y conciencia del niño es más tierno y en él se hunden
de modo indeleble las enseñanzas. Cuando han sido imprimidas con
eficacia difícilmente se borran más adelante. Timoteo tuvo un inmenso
privilegio al poder ser educado desde la niñez en el camino del Señor.
Para él, el conocimiento de la Escritura y el contenido de la fe fue
vívidamente real. No eran un mero barniz formal, sino que habían crecido
y se habían hecho una posesión inseparable de su propia vida y
conciencia.
Timoteo le debía esto a su madre, como Agustín se lo debía a su madre
Mónica. Este es el privilegio de algunos hijos de madres cristianas,
pero no de todas. Algunos hijos de madres cristianas, convertidos luego,
han dicho que no habían recibido la más mínima bendición de su madre.
Pero en otras ocasiones la madre inspira de modo permanente la vida del
hijo y éste conserva siempre sagrados recuerdos de ella. Es algo
glorioso que unifica a los dos espiritualmente. La ternura del amor
materno es santificada por el amor de Cristo; el amor maternal potencia
el ferviente anhelo de la madre de que el hijo sea del Salvador. La
madre no descansa hasta que de un modo u otro, leyendo historias de la
Biblia, dando consejos, ejempío, estimulo, como sea, le induce a abrir
su corazón al Salvador que se le está revelando por aquellos medios.
Nos lamentamos hoy del hecho que muchos hijos maduros se apartan de la
fe. Pero al hacerlo hemos de preguntarnos dónde están las Eunices, cuya
intensidad espiritual se ha contagiado al hijo. El padre sin duda
tiene su responsabilidad, y su carácter, con frecuencia más fuerte, ha
de guiar también al hijo en el hogar.
Pero, aun cuando se ejerce la influencia del padre, la tierna actividad
espiritual de la madre, su vida fiel, piadosa y de oración es la
roturación del terreno que permite recibir la semilla en un blando seno.
Las madres deben empezar su actividad en los niños cuando son muy
jóvenes. No basta con educar a lhijo a comportarse con modales,
cuidarlos e instruirlos con rectitud. Hay que conducirlos a entrar en
los misterios de la Divinidad.
Enviado por Lourdes del Carmen Gaber Espadas