por el Hermano Pablo |
Eran
los días de carnaval en Río de Janeiro, y todo, como siempre,
transcurría brillante, rutilante, colorido, frenético. Las escuelas de
zamba rivalizaron en disfraces, en maquillajes y en danzas. Decenas de
miles de turistas de todo el mundo estaban presentes para ver y
experimentar el carnaval.
Terminada
la euforia de la fiesta, sucedió lo que siempre sucede. Una depresión
profunda cayó sobre todo Río de Janeiro. Y junto con la depresión pasó,
también, lo que siempre pasa. Una ola de suicidios sacudió la ciudad.
Nada menos que dieciocho jóvenes se quitaron la vida en un solo fin de
semana.
¿Cómo
puede ser que tras una fiesta tan fogosa haya tantas personas que caen
en tal descenso emocional que llegan a ser víctimas de depresiones
suicidas? Es increíble, pero eso es precisamente lo que ocurre.
Lo
cierto es que los suicidios de los adolescentes constituyen una plaga
mundial. Y son los países de mayor prosperidad económica, tales como
Austria, Suecia, Japón y Estados Unidos, los que están más plagados.
De esa ola de suicidios en el Brasil el periódico O Estado de São Paulo
sostuvo que las mayores causas son «fracasos amorosos, enfermedades,
alcoholismo y problemas financieros». Y eso por no mencionar la causa
principal: el ateísmo generalizado en que prácticamente ha caído la
sociedad occidental.
Donde
no hay fe en Dios, la desesperación y su secuela, la propensión al
suicidio, son alarmantes. En cambio, donde hay fe viva y sencilla en
Jesucristo como Señor, Salvador, Pastor y Amigo, se aprende a entregarle
a Él todas las cargas de la vida. Y aunque se pase por circunstancias
muy difíciles, no se piensa en suicidio. Se piensa en Dios, y se apela a
la oración.
El
cristiano genuino y sincero, el cristiano auténtico y verdadero, jamás
contempla el suicidio. Sería la negación más palpable de su fe
religiosa, el fracaso más grande de su testimonio cristiano. El
cristiano genuino, que mantiene la comunión espiritual con Cristo,
siempre encuentra, en medio de la mayor flaqueza, fuerza para
sobreponerse al infortunio.
Si
sentimos que ya no soportamos el extremado peso de esta vida,
escuchemos las palabras del divino Maestro: «Vengan a mí todos ustedes
que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso. Carguen con mi
yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y
encontrarán descanso para su alma» (Mateo 11:28-29).
Cristo siempre salva, y lo hace siempre por la fe.
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