“Tampoco Efraín arrojó al cananeo que habitaba en Gezer, sino que habitó el cananeo en medio de ellos en Gezer”
(Jueces 1:29)
A la muerte de Josué aún quedaba mucho
territorio por conquistar. Las tribus de Israel debían completar lo que
Josué había comenzado con el paso del Jordán en forma milagrosa. Dios
había dado órdenes precisas que debían ser obedecidas. La tierra a la
que entraban los israelitas era de ellos por promesa divina, pero debían
luchar y desterrar a los adversarios de todo el territorio que
comprendía la promesa de Dios. No era complicado de entender. Debían
entrar y echar fuera al cananeo sin consideraciones o trueques
ventajosos. El pueblo de Moisés no lo hizo así, sino que consideró otras
opciones menos desafiantes, menos peligrosas, diplomáticas.
La desobediencia al mandato comenzó por
los de Judá y los benjamitas y se extendió a las demás tribus como modus
operandi. La segunda mitad del capítulo uno de Jueces, narra cómo la
mala praxis es más fácil de imitar que las buenas conductas. Los de
Manasés imitaron a sus hermanos dejando cuatro pueblos importantes en la
tierra que les correspondía por heredad (Jueces 1:27). Los de Efraín
hicieron lo mismo, permitiendo que los de Gezer habitaran junto con
ellos, lo que representaba un peligro no solo político y estratégico,
sino lo más importante, representaban un peligro espiritual. La
posibilidad de diluir la fe y la práctica de un pueblo santo estaba
agazapada entre ellos (Jueces 1:29). Zabulón, Aser, Neftalí y Dan
repitieron las acciones alocadas de sus hermanos. Moisés y Josué no
hubieran permitido esto jamás, pero ya no estaban. Cada uno de ellos
debía tomar sus propias decisiones y ser responsables con su posición
espiritual, y consecuentes con su llamado a obedecer. Pero el pueblo no
estuvo a la altura de lo que se le había encomendado y razonaron que
Dios quizás había puesto el listón demasiado alto. Pensaron que haciendo
tributario al cananeo podían incluso sacarle partido al enemigo.
Parecía una solución inteligente, que dejaría dividendos económicos tan
necesarios para comenzar a instalarse en un nuevo lugar. Pretendían
mejorar las ideas de Dios, pero estaban cavando un hoyo de infortunio en
el que ellos y sus hijos caerían muy pronto. Eligieron convivir con el
enemigo y eso sería un perjuicio permanente e irreversible en la
historia de la nación.
No hay forma de leer estos relatos y no
preguntarnos si acaso nosotros podríamos estar haciendo lo mismo. ¿Habrá
actitudes en nuestra vida que Dios nos ha pedido que desechemos y aún
persisten en nosotros? ¿Existirán pecados que no han sido confrontados y
resistidos con vehemencia hasta desterrarlos de nuestro andar de fe?
¿Hemos dejado al enemigo habitar con nosotros bajo la excusa de sacarle
algún provecho personal? Si no seguimos las indicaciones de Dios para
vivir una vida en libertad, terminaremos siendo esclavos nuevamente. No
podemos pensar que nuestras ideas son mejores que las de Dios. Ni creer
que nuestros actos de rebeldía quedarán impunes. Todo lo que hagamos en
desobediencia a Dios tendrá su pago, y hay consecuencias que la gracia
de Dios no puede evitar.
La manera adecuada de proceder es
haciendo caso de las indicaciones de Dios. Desechar lo que a él no le
agrada. Pelear y exterminar aquello que él ha dicho que es nocivo para
nuestra fe. No hay caminos paralelos para la obediencia, ni atajos para
llegar más de prisa a nuestro destino espiritual. Debemos hacer las
cosas a la manera de Dios, aunque ello implique una formidable lucha
contra enemigos pavorosos. La buena noticia es que Dios respaldará
nuestra andadura, que el aguzará nuestras armas espirituales y enviará a
sus huestes a pelear con nosotros en cada batalla.
No capitularemos en nuestro empeño de ser leales. No cejaremos en la decisión de vivir en libertad plena. Dios nos ha dado promesas de conquista para enseñorearnos de lo vil y pecaminoso. Los adversarios han sido previamente despojados de su poder contra nosotros y no podrán hacernos daño a menos que cedamos territorio que ya Dios nos ha entregado. Levantémonos con la valía de un soldado y peleemos hasta las últimas consecuencias por vivir en esa libertad, con la que Cristo nos hizo libres. El enemigo no tiene lugar en un cristiano comprado por la sangre de Jesucristo.
Por Osmany Cruz Ferrerfuente: www.devocionaldiario.com