La familia la formaban tres personas: Daniel Stolpa, joven de
veintiún años de edad; su esposa Jennifer, de veinte años; y el hijito
de ambos, Clayton, de cuatro meses.
Andaban juntos de turismo en
Canadá. Sin rumbo específico, transitaban por un camino serpenteado
hacia las alturas de una montaña. Y era invierno.
Todo iba bien,
hasta que el automóvil se dañó. Tuvieron que abandonar el vehículo y
andar a pie por la sierra nevada en busca de auxilio. Cuando menos
pensaron, se hallaron en medio de una terrible tormenta de nieve.
Daniel
halló una cueva en la montaña y pensó pasar esa noche en ella. Pero la
tormenta arreció, y aunque estaban sin agua, sin comida y sin más
protección que la ropa que traían puesta, no podían moverse de allí.
Pasaron
siete días aguantando el intenso frío. Y por fin, Daniel dejó a su
esposa y a la criaturita para buscar auxilio. Caminó veinticinco
kilómetros hasta hallar asistencia, y al fin todos fueron rescatados.
Aunque la baja temperatura congeló parte de sus pies, todos quedaron
fuera de peligro.
Durante las interminables horas que Daniel y
Jennifer pasaron en la cueva, solos y apretados uno contra otro
protegiendo al hijito de cuatro meses, conciliaron todas las
diferencias y resolvieron problemas matrimoniales que estaban teniendo.
De ahí que declararan: «Tuvimos que estar siete días muy juntos en una
cueva, muertos de frío, para que de nuevo brotara el calor del amor
entre los dos.»
En efecto, es el calor del amor, ese fuego sagrado
hecho por Dios, lo que mantiene unido al matrimonio. Desgraciadamente,
la rutina del matrimonio muy pronto lo vuelve insípido, y cuando
faltan el estímulo y la determinación de mantener encendido el fuego,
éste se apaga.
¿Por qué ocurre esto? Porque por alguna razón,
estúpida o ingenua que sea, creemos que nuestro amor, de por sí, se
mantendrá para siempre en calor. Eso es imposible. Ningún amor entre
dos personas puede mantenerse si esa relación no se nutre con actos de
respeto y cariño.
Fortalezcamos nuestro matrimonio. Protejamos esa
unión. Nutramos la relación conyugal. Nada en la vida es más
importante que la relación con el cónyuge. El matrimonio que se
preserva alcanza su más intensa satisfacción con el paso de los años.
Cuidemos nuestro matrimonio. Es lo más sagrado que tenemos. Y con el
correr del tiempo y la presencia de Dios en el corazón, será más bello
aún. Pues si de veras estamos bien con Dios, lo estaremos también con
nuestro cónyuge.
Hermano Pablo (Un mensaje a la conciencia)
Enviado por Sonia Judith Rivera